Este año se ha publicado un Estudio de impacto socioeconómico de las Bibliotecas en la Comunidad Foral de […]
Elogios
Da la impresión de que ahí dentro, con todas esas paredes forradas de materia gris, no puede ocurrirle a […]
Si me disculpan la primera persona les contaré que pertenezco a esa tropa provincial de quinceañeros de los años ochenta (¡del siglo ya pasado!) cuya instrucción cultural contó con tres pilares: el boletín de venta por correo de Discoplay, la revista del Círculo de Lectores y el catálogo del Libro de Bolsillo de Alianza Editorial. Digo boletín, revista y catálogo y no fondos porque pasábamos horas hojeando los primeros antes de aventurarnos –cosas del presupuesto- en los segundos. Haciendo de la necesidad virtud, se cumplía el aforismo de Juan Ramón Jiménez: “Para leer muchos libros, comprar pocos”. El paisaje no era muy distinto del que Augusto Monterroso dibujó en Los buscadores de oro (Anagrama), sus chispeantes memorias: las bibliotecas eran tan pobres que solo tenían libros buenos, algo que parece una bendición pero es todo lo contrario (solo con libros buenos no hay manera de construirse un gusto; qué sería de nuestro criterio sin tanto bodrio como nos hemos tragado). Curiosamente, a las librerías no les pasa lo mismo: las malas solo tienen libros malos, o sea, de hoja caduca.

La revolución estalló el día en que en una de aquellas librerías-papelerías con nombre de tienda de lámparas (¿Estiluz?) apareció una estantería urbanizada por el fondo completo del Libro de Bolsillo y con el catálogo colgando de una cuerda, como el péndulo de la sabiduría. Tendría por entonces un millar de títulos y nos entró la fantasía de que
Si hoy me pregunto por qué amo la literatura, la respuesta que de forma espontánea me viene a […]
Todos los escritores veteranos como yo sabemos bien lo que cuesta llenar una sala para presentar un libro; […]
Una de las lecturas más recomendables para el desarrollo de la creatividad es la de los tebeos. Esa […]
Artículo de Daniel Innerarity en El País sobre los bibliotecarios y dedicado a una antigua bibliotecaria de la Universidad de Navarra, Jone Lajos
En un época de austeridad preguntarse para qué sirve un bibliotecario tiene inevitablemente aires de amenaza. El mero hecho de plantear esa pregunta parece el preámbulo de algún recorte. Pienso, por el contrario, que la mejor defensa que puede hacerse del propio oficio, cuando la aceleración de las cosas amenaza con volverle a uno completamente inútil, consiste en descubrir qué puede hacerlo necesario en las nuevas circunstancias.
Por lo demás, tratándose de un oficio tan antiguo, no tiene nada de extraño que quienes trabajan como bibliotecarios y bibliotecarias se vean asediados por una perplejidad paralela a las transformaciones que han ido experimentando las propias bibliotecas: han sido sacerdotes, soldados, funcionarios, almacenistas, virtuosos de las nuevas tecnologías… Los bibliotecarios han tenido que ir reinventado su oficio en múltiples ocasiones. El creador de la biblioteconomía como ciencia moderna en el siglo XIX fue un trabajador reconvertido, Martin Schrettinger, un ex monje benedictino que pasó del convento a la Bayerische Staatsbibliothek (una biblioteca en las que, por cierto, tantas horas pasé siendo estudiante). El problema al que tuvo que enfrentarse era algo más serio que un cambio de hábitos y destino personal; se trataba de que el tamaño de las bibliotecas las estaba convirtiendo en algo inútil. A él se debe la invención del catálogo, la idea de que un libro debía poderse encontrar en el menor tiempo posible lo que, en última instancia, posibilitaba la transformación de un museo en una verdadera biblioteca.

Mario Vargas Llosa ha recibido el jueves 17 el «Doctorado Honoris Causa» por la Universidad de Salamanca, en su discurso hace una clara defensa de las letras, aquí os dejamos un pequeño extracto:
¿Por qué se escribe literatura?
[…] En mi caso creo que el punto de arranque de mi vocación fue la lectura. Yo aprendí a leer a los cinco años y siempre digo que es la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Yo recuerdo como algo extraordinario lo que significó para mí leer mis primeros libros de aventuras, esa posibilidad de trasladarme a través de la ilusión que la ficción inoculaba en mí a otros tiempos, de protagonizar hechos extraordinarios, de poder realmente desplazarme en el espacio y en el tiempo, viviendo no sólo mi propia vida sino la vida de esos héroes, de esos personajes de destinos sobresalientes o insólitos, pues significó literalmente el ser muchas personas a la vez gracias a la ficción y tener un cúmulo de experiencias que de otra manera jamás hubiera podido tener. Creo que ése fue el punto de arranque de una necesidad o apetito que poco a poco se fue manifestando también, además de en la lectura, en la escritura.
[…]
¿Para qué sirve la literatura?
Mendel el de los libros, Stefan Zweig, Acantilado, 2009. Es una novela muy corta, que se lee en un […]
José Emilio Pacheco (1939-2014), poeta, narrador, ensayista y traductor mexicano, dictó este discurso en la Cuarta Conferencia Anual de Libros Infantiles y Juveniles en Español (1994), en San Diego, California, donde expuso sus argumentos para promover la lectura en México.
En 1997 el director editorial de la revista Algarabía recibió de la mano de Pacheco un disquete con este documento y la consigna: «Prométeme que lo publicarás con amplia difusión». He aquí su momento y la forma de cumplir esa promesa.
«La literatura», escribió Katherine Anne Porter, «es una de las pocas felicidades del mundo». Reivindicaba así el derecho de leer como un espacio de goce que debe estar al alcance de todo ser humano por voluntad propia, en modo alguno como algo impuesto u obligatorio. Leer con la naturalidad con que respiramos y hablamos. Leer como una parte indispensable de la vida, como un medio para vivirla de la mejor manera posible. Apenas cinco años han transcurrido entre el derrumbe del muro de Berlín y las inexpresables tragedias de Bosnia y Ruanda. Ya este breve periodo también puede caber entre un título de Dickens y otro de Balzac: Grandes esperanzas y Las ilusiones perdidas. Por vez primera desde que se inventó la idea del progreso y la edad de oro se situó ya no en un pasado inmemorable sino en un porvenir al alcance de la razón y el esfuerzo humano, sentimos que nos estamos quedando sin futuro: el mañana, tememos, será necesariamente peor que este presente asediado por nuestras lamentaciones. Abrir el periódico, encender el televisor, escuchar la radio producen cada día la sensación de que en todas partes se ha roto el pacto social, volvemos al estado de naturaleza, recaemos en la barbarie. Algunos, como Leonardo Sciascia, atribuyen todo esto a la erosión de la palabra escrita.
Un mundo sin lectura es un orbe en que el otro sólo puede aparecer como el enemigo. No sé quién es, qué piensa, cuáles son sus razones. Sobre todo, no tengo palabras para dialogar con él. Por tanto, sólo puedo percibirlo como amenaza. El futuro dejaría de serlo si pudiéramos predecirlo. La historia reciente ha desmentido a todos los profetas, lo mismo a quienes auguraron el Apocalipsis que a los que vaticinaron un porvenir de fraternidad, libertad y prosperidad para el planeta entero. Aprendamos la lección de la arrogancia vencida y seamos humildes. No puedo hablar de lo que vendrá y lo ignoro, sólo me es posible referirme a este presente que se me escapa y mientras me ocupo de él se vuelve parte del insaciable pasado.
¿Qué sucede cuando un sueño que has tenido desde la infancia … no se hace realidad ? Lisa Bu […]

En Patente de Corso, la columna que semanalmente Arturo Pérez-Reverte escribre para el Semanal XL escribió estas palabras sobre los libros y el mar.
Hace exactamente veinte años que navego con una biblioteca a bordo. Porque una biblioteca personal, como saben ustedes, no es un lugar donde se colocan libros, sino un territorio en el que uno vive rodeado de inmediatez y de posibilidades. Hay libros que están ahí, sin leerse todavía, aguardando pacientes su momento, y otros que ya leíste y a cuyas páginas conocidas retornas en busca de memoria, de utilidad, incluso de consuelo. A medida que envejeces, el número de esa segunda clase de libros, los viejos amigos y conocidos, aumenta respecto a los que aguardan turno; aunque siempre existe la melancólica certeza de que, por mucho que vivas, nunca acabarás de leerlos todos; que la vida tiene límites, que siempre habrá libros de los que te acompañan que apenas abrirás nunca, y que un día, tanto ellos como los ya leídos caerán en manos de otros lectores: amueblarán otras vidas. Parece algo triste, pero en realidad no lo es. Porque tales son las reglas. En cierto modo, más que una vida de lecturas, una biblioteca es un proyecto de vida que nunca llegará a culminarse del todo. Eso es lo triste, y lo fascinante.

