
Da la impresión de que ahí dentro, con todas esas paredes forradas de materia gris, no puede ocurrirle a uno nada malo. Durante mucho tiempo escribí y leí en una biblioteca pública cuya arquitectura se parecía a la de un cráneo. Sus usuarios éramos las ideas que circulaban por el interior de la bóveda, o tal era mi fantasía. El cerebro de aquella cabeza estaba compuesto por el conjunto de libros que se desplegaban por orden alfabético desde el suelo hasta el techo de la estancia, y a los que los lectores chupábamos la sangre en beneficio propio y en el de la humanidad, pues el que lee, sin saberlo, mejora el mundo en el que vive. Como si la aspirina que ahora se toma tu vecino te quitara el dolor de cabeza a ti.
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