Continuamos reuniendo en un estante tras otro de las bibliotecas, ya sean materiales, virtuales o de cualquier otro tipo, todo fragmento de información que podemos encontrar en forma de rollos, libros y chips, patéticamente empeñados en conferir al mundo una apariencia de sentido y de orden, sabiendo perfectamente, al mismo tiempo, que, por mucho que queramos creer lo contrario, nuestros esfuerzos están lamentablemente condenados al fracaso.

¿Por qué lo hacemos entonces? Aunque desde el principio sabía que muy probablemente la pregunta no encontraría respuesta, me pareció que la búsqueda en sí merecía la pena. Este libro es la historia de esa búsqueda.

Menos interesado en la ordenada sucesión de fechas y de nombres que en nuestros interminables esfuerzos por coleccionar, me propuse hace varios años no compilar una nueva historia de las bibliotecas ni añadir un tomo más a los ya dedicados en número alarmante a la bibliotecnología, sino sencillamente dar cuenta de mi asombro. «Sin duda encontraremos tan conmovedor como estimulante —escribió Robert Louis Stevenson hace más de un siglo— que la raza humana no deje de trabajar en un campo del que ha sido desterrado el éxito.»

Las bibliotecas, ya sea la mía o las que comparto con una mayor cantidad de lectores, siempre me han parecido lugares gratamente disparatados,

«Me sería muy fácil hacer un apasionado elogio de la lectura. Contar y cantar sus maravillas. Caí bajo su hechizo cuando era adolescente y aún continúo gozosamente sometido a su influjo. Pero no voy a hacer una alocución para los convencidos. No voy a animar a la lectura a los que ya son lectores. No me dirijo a alumnos, ni a padres, ni a docentes, sino a los ciudadanos andaluces.
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Hoy me gustaría convocarles a una gran movilización en favor de la lectura. Y hacerlo seriamente, dramáticamente incluso, porque leer no es un lujo ni una satisfacción privada. Es, ante todo, una necesidad social de la que va a depender la calidad de nuestra vida y de nuestra convivencia. Ya sé que vivimos en tiempos de nuevas tecnologías, que ponen al mundo entero al alcance de un click. Pero esas maravillosas posibilidades resultan inútiles sino sabemos aprovecharlas. Un burro conectado a Internet sigue siendo un burro y, por ello, lo que necesitamos es que delante de las pantallas de los ordenadores es que haya gente ilustrada, culta, lectora, capaz de internarse animosamente por los esplendidos caminos del lenguaje, da lo mismo que sea a través de líneas electrónicas o de las líneas de un libro.
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