«De gustibus non est disputandum»

Alberto Manguel

El lema de todo verdadero lector  es De gustibus non est disputandum. «De gustos no se discute», o, como se dice en castellano, «sobre gustos no hay nada escrito». El proverbio latino dice la verdad; la traducción castellana miente. Nuestro placer no admite argumentos; admite en cambio una infinidad de escritos, los exige. Al fin y al cabo ¿qué son las bibliotecas sino archivos de nuestros gustos, museos de nuestros caprichos, catálogos de nuestros placeres?

El placer de la lectura, que es fundamento de toda nuestra historia literaria, se muestra variado y múltiple. Quienes descubrimos que somos lectores, descubrimos que lo somos cada uno de manera individual y distinta. No hay una unánime historia de lectura sino tantas historias como lectores. Compartimos ciertos rasgos, ciertas costumbres y formalidades, pero la lectura es un acto singular. No soñamos todos de la misma manera, no hacemos el amor de la misma manera, tampoco leemos de la misma manera.

(…) Para ciertos lectores, el placer de la lectura es uno de intimidad. Ese espacio amoroso que un lector crea con su libro no admite otra presencia. El niño que lee bajo la manta a la luz de una linterna cuando se le ha ordenado dormir, el adolescente acurrucado en el sillón para quien el único tiempo que transcurre es el del cuento que está leyendo, el adulto aislado de sus congéneres en un atiborrado vagón de tren o en un bullicioso café, encuentra su placer en un mundo creado sólo para él. Proust volvía al comedor una vez que la familia había salido a pasear para hundirse en el libro que estaba leyendo, rodeado solamente de los platos pintados colgados en la pared, del almanaque, del reloj, todos objetos, nos dice, «muy respetuosos de la lectura» que «hablan sin esperar respuesta y cuya jerga, a diferencia de la de los humanos, no trata de reemplazar el sentido de las palabras leídas con un sentido diferente». Dos horas de placer hasta la entrada de la cocinera que, con sólo decir «así no puede estar cómodo. ¿Y si le traigo una mesita?», lo obligaba a detenerse, a buscar su voz desde muy lejos, a sacar las palabras de su escondite detrás de los labios y a responder, «no, gracias», con lo cual el encanto quedaba roto. El placer de la lectura no admite terceros.

Pero hay lectores para quienes la experiencia compartida prolonga y profundiza el placer de la intimidad. Acabo de leer un párrafo que me encanta y, antes de cerrar el libro o pasar a otra página, quiero leérselo a otros, regalar a un amigo el nuevo placer descubierto, formar un pequeño ruedo de admiradores de ese texto.

Dar un libro a otro lector es decirle: «Éste fue mi espejo; ojalá sea el tuyo». Es así como creamos asociaciones de lectores que tienen algo de sociedades secretas, y es gracias a ellas que ciertos autores no han desaparecido de nuestras bibliotecas canónicas. He regalado innumerables ejemplares de Su mujer mona de John Collier, de la autobiografía de Henry Green, de Contra la corriente de James Hanley, de Rosaura a las diez de Marco Denevi, para poder hablar de lo que me gusta, para que mi placer tenga un eco. En su diario, Hervé Guibert cuenta que compró las Cartas a un joven poeta de Rilke para leer al mismo tiempo que su amigo el libro que éste se había llevado de viaje.

Alberto Mangel

Publicado en El País/Babelia 22-04-2006